Si hubiera una vertiente política en el crimen de León, la única fuera de la locura y la falta de compasión de sus (presuntas) autoras, es la que refleja este artículo de El País y que nada tiene que ver con el "clima de crispación" actual. Ni con las redes sociales, ni con los escraches, ni con los ciudadanos críticos, ni con ninguna de las teorías conspiranoicas, en absoluto inocentes, lanzadas por los medios de la derecha (y de la caverna) y, a la sazón, expertos en movilizar y manipular.
La única vertiente política del deleznable crimen de León se remonta mucho más lejos. Viene del franquismo. Del maldito enchufismo y del maldito clientelismo. De ejercer el poder de manera arbitraria, despótica y caprichosa sin que nadie rinda cuentas por ello. Antes bien, todo lo contrario: aplaudidos y convertidos en reyezuelos/as locales.
Y viene también de entrar en ese círculo. De aceptar medrar a base de enchufes y recomendaciones. De doblegarse a los antojos del jefecillo/a local para tener el honor de que le dedique a uno una palmadita en el hombro y, quién sabe, con opción al próximo "cargo de confianza" vacante. Césares locales que unos expectantes súbditos, a veces incluso competentes profesionales que han vendido su alma al diablo, observan ansiosos, a ver para donde se orienta el pulgar. Vamos, como "La fiesta del chivo" de Vargas Llosa pero en versión liguilla regional.
Y esto poco tiene que ver con un partido (aunque afecte muy mayoritariamente al PP) ni con la coyuntura actual. Tiene mucho más que ver con una pésima cultura política, que no concibe la "polis" como lo público, lo de todos. O como respondía el alcalde del cuento de García Márquez, preguntado por el dentista si le pasaba la factura a él o al municipio: "Son la misma vaina".
Confundir lo público con lo privado, perpetuarse en los cargos y disponer de los recursos como una propiedad o apostar el futuro profesional a la generosidad del poderoso, que, uno espera, corresponda a los favores otorgados. La "finca de papá", como decía la simpar Carmencita Franco al observar España desde el cielo, tiene abiertas desde hace décadas multitud de delegaciones locales y provinciales a cargo de jefezuelos regionales que, o bien a base de cadenas de favores (el Castellón de los Fabra es un caso paradigmático) o bien de miedo (como parecía ser más del gusto de Isabel Carrasco en León), dirigen arbitrariamente los destinos de organismos públicos.
El crimen de León no es político: es fruto de la sinrazón que conduce a algunos seres humanos a ejercer la violencia contra sus semejantes. Pero el asesinato de Isabel Carrasco vuelve a sacar a la luz pública lo que tantas otras veces, en contextos menos dramáticos, ya quedó patente: tenemos en España gravísimos déficits democráticos, que pudren día a día los cimientos de organismos municipales y provinciales, mientras desmontan la ética de lo público en amplias capas de la sociedad, víctima, a veces voluntariosa, de la podredumbre del clientelismo.
Así que como recordaba en un magnífico artículo Nacho Escolar, lo que necesitamos es más educación para la ciudadanía. Y no sólo para que haya menos descerebrados dispuestos a aplaudir muertes (me da igual que sea en Twitter o en la barra del bar). Necesitamos más educación ciudadana para que lo público sea gestionado con respeto y responsabilidad y para no caer en autoritarismos de pacotilla pero extremadamente nocivos. Y, por ende, necesitamos más educación ciudadana para que, ante casos de despotismo local o corruptelas varias, sus protagonistas reciban repulsa y no aplausos, que tengan que enfrentarse a la condena ética de los ciudadanos y no contar con el respaldo de sus votos. No está de más recordarlo de vez en cuando.
Interesante reflexión que comparto. A veces la distancia permite una mayor introspección.
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