Ayer bien
entrada la noche recibí un anónimo. Cumplía los requisitos típicos de los
anónimos que reciben las protagonistas de las películas americanas de los
domingos a las cuatro. Era insultante y quien lo escribía ocultaba cobardemente su identidad,
aunque por el estilo y el contenido no me fue difícil adivinar quién me lo
remitía. Y venía dirigido, entre otros miles de personas, a mí, porque se
titulaba „A nuestros
lectores“ (entiendo que de El País,
porque lo que le distinguía de los otros anónimos de las películas es que en
lugar de estar hecho a base de recortes de periódico, venía publicado en uno).
Me dirijo, pues,
a los autores del anónimo, que entiendo que son los editores y, muy
probablemente, el director de El País.
Lamento no poder personalizar esta carta como me gustaría, es lo que tiene no
firmar lo que uno escribe (práctica que Vds., por cierto, condenan la línea 11
del cuarto párrafo del citado anónimo al que llaman Tribuna –cosas de la „neolengua“).
Como les decía,
me doy por aludida porque soy lectora de El
País. Con certeza no la más antigua, porque nacía apenas un año antes de
que lo hiciera el periódico. Pero sí puedo asegurarle que sin cumplir los
cuatro años el periódico que mi madre ponía en mis manos para que diese mis
primeros pasos leyendo titulares era El
País. Y desde entonces hasta ahora, El
País, en distintos formatos, no ha dejado de pasar a diario (o casi) por
mis manos. Es más, durante casi diez años, hasta enero de este año, fui
suscriptora de la edición digital de El
País. Eso incluso cuando ya todos los contenidos de su periódico (que consideraba
también mío) se ofrecían, quizás temerariamente, de forma gratuita en la red.
No es que me sobrase el dinero, no. Pero me sentía en la obligación moral e
intelectual de retribuir un trabajo bien hecho, del que yo me beneficiaba como
persona pero también como profesional. No de manera exclusiva, pero casi, he
compartido con mis alumnos de español lengua extranjera artículos de este
periódico, porque valoraba lo mucho que les aportaba lingüística y
culturalmente. Tan importante ha sido El
País (junto con la radio) en mi vida, que cuando hace casi veinte años tuve
que elegir una carrera universitaria, el periodismo fue lo único que a punto
estuvo de apartarme de mi vocación como historiadora.
He mantenido de
manera continuada mi fidelidad a El País
a pesar de que no siempre, y de manera muy especial estos últimos años, la
línea editorial del periódico respondiera a lo que una lectora habitual e
informada podía esperar de un diario progresista e independiente. Sólo por
ilustrarles con algunos ejemplos de momentos en el que El País me decepcionó sobremanera (hasta el punto de tener que
comprobar que el artículo de turno correspondía con su cabecera) recordaré la
feroz campaña contra Miguel Sebastián por favorecer a Gallardón, el tratamiento
dado a movimientos sociales como el 15M (desde el desdén hasta el paternalismo
disciplente), la ofensiva semblanza de Carme Chacón en las previas a las
últimas primarias socialistas o el vergonzoso editorial de esta pasada
primavera acerca de Urdangarín y las críticas a la casa real. A ello se suma
una progresiva frivolización de los contenidos y de los suplementos. El día que
el adjetivo „independiente“ se cayó de la cabecera de El País para reemplazarlo por „global“ un destello de inquietud en
forma de escalofrío me recorrió el espinazo: la evolución posterior del
periódico fue confirmando, lamentablemente, mis peores sospechas.
No solo han
hecho una gestión económica, a tenor de los resultados, muy mejorable: de eso
respondan ante sus accionistas. Lo dramático es que han dilapidado el enorme
capital cultural,simbólico y hasta emocional del periódico que muchos
identificábamos con la vuelta de la democracia a España. Un periodismo riguroso
y de calidad que, pese a todos esos momentos en que me han indignado
posicionamientos de los editores de El
País, ha hecho que nunca renuncie a su lectura. Un periodismo que solo se
consigue con buenos, magníficos periodistas profesionales que no se merecen ni
la extraña deriva de su periódico, ni, muchísimo menos, que se les despida de
la peor manera posible. Ni se lo merecen ellos y ellas, esas 129 personas que
mañana perderán su empleo y de las que no voy a nombrar a nadie porque me
dejaría a muchos en el tintero. Ni se lo merecen quienes quedan ahora (muchos
activos en la lucha de los últimos días) al albur de nuevas decisiones
arbitrarias ejecutadas por consejeros multimillonarios. Ni nos lo merecemos los
lectores, que nos quedamos sin magníficos profesionales a los que leer y con la
sospecha de que de esto solo va a resultar en una rápida merma de la calidad de
„nuestro“ periódico. Ni se lo merece El
País, que no, que no se merece languidecer así. Justo cuando la información
rigurosa y la conciencia crítica son tan importantes.
Me estoy
extendiendo y sé, señores editores, que todo esto les importa poco. Si no han
escuchado a sus propios trabajadores, menos aún espero que lo hagan con una
lectora entre tantas. Pero esta lectora, que sí firma con su nombre y apellidos,
no va a dejar que acabe el día sin decirles, sin gritarles, que no voy a
admitir que me insulten. Porque en su anónimo me toman por imbécil y eso,
aunque peinen canas y cobren millones de euros al año, no se lo voy a admitir.
A ver, que en su lista de artículos más leidos, como nos recordaba hoy una asqueada Rosa María
Artal, lideren el glamour de Sergio Ramos y otras banalidades varias no
significa que sus lectores estemos a ese nivel. Vds., que tan globales son,
supongo que sabrán cómo funciona el efecto viral en Internet y cómo estas
noticias llamativas, ligeritas y de fácil lectura corren por las redes y se
multiplican. Vamos, que esa estadística de artículos „vistos“ (que no leídos) la comprondrán en gran medida espectadores del
Sálvame, quinceañeras en la edad del
pavo y lectores del Marca que en su
inmensa mayoría no han puesto nunca un euro treinta en la mano del kiosquero
mientras con la otra cogían El País.
Que no se han dejado la vista en las pantallas leyendo sus artículos. Que no
han alargado toda una semana la lectura pausada de El País Semanal. Vamos, que no son sus lectores. Porque la mayoría de sus lectores no somos tontos, no
nos vamos a dejar despirtar por vacuidades y en cambio sí vemos con tristeza e
indignación el despido injustificado de 129 periodistas. Y muchos de sus
lectores hemos compartido esa indignación en las redes sociales.
En un discurso
de infausto recuerdo, Juan Luis Cebrián argumentaba que había una edad límite
para ejercer el periodismo (no voy a ser tan poco elegante, Sr. Cebrián, de
recordarle la suya) y lo vinculaba, entre otras cosas, a la necesidad de
dominar la dimensión digital del periodismo y las redes sociales como
instrumento (tampoco sería ahora elegante destacar que, Sr. Cebrián, su perfil
de Twitter está cerrado al acceso público y que sólo ha escrito dos „tuits“
que, lamentablemente, no podemos leer). Sin embargo en su anónimo tildan las
críticas vertidas en las redes sociales contra los editores y consejeros de El País como „fruto de la demagogia
populista“ y „las tendencias libertarias de muchos“, aparte de manejar la „envidia“
y los „celos“ como otros factores detonantes de nuestra supuestamente
injustificada inquina contra Vds. Solo les ha faltado hacer unas cuantas
gracias sobre monos azules y pañuelos rojos y podríamos resituarnos en el
pasado falangista de alguno de Vds. Como si fuera poco, nos tutelan, y
concluyen que sus lectores podrían haberse visto „confundidos por las
informaciones manipuladas“. No se confundan ni intenten (conmigo no lo van a
conseguir) manipularnos.
Podría acabar
jurando que nunca más volveré a leer su periódico o hacer alguna otra
declaraciõn de intenciones grandilocuente. No lo haré porque no es cierto.
Porque esta misma mañana he leído y compartido un magnífico
artículo de Soledad Gallego-Díaz, y no soy tan incauta como para perderme
sus artículos y los de muchos otros que se quedan. Seguramente nunca vuelva a
ser suscriptora y es más que probable que pase por alto sus editoriales o los
lea tapándome la nariz. No va a ser plato de buen gusto asistir a la debacle de
un periódico de referencia (que espero no se extienda a otros medios del grupo)
y aún me queda una pizca de optimismo al pensar que si, algún día, otros que no
sean Vds. se ponen al frente, El País
recuperará grandeza. Aunque nunca más sea lo mismo.
Eso sí, mientras
estén Vds. al frente: no se les ocurra volver a insultarme. Y si persisten en
hacerlo, al menos, firmen el insulto.