sábado, 14 de julio de 2012

La mayoría silenciosa


La mayoría silenciosa



Me permito usar para titular la primera hoja de mi cuaderno de bitácora las palabras pronunciadas hoy por una ministra del gobierno con la que creo no compartir más que un nombre de pila poco común. Con ellas Fátima Báñez se refería a una gran mayoría de personas de „buena voluntad“ que comprenden los sacrificios que se nos solicitan a los ciudadanos frente a un grupo conformado por aquellos „resistentes a los cambios“ y, al parecer, ruidosos.  Por desgracia, la ministra lleva parte de razón cuando con esta peculiar pirueta dialéctica busca acallar los ecos de las protestas que anoche mismo llenaron las calles de varias ciudades de España. Intenta legitimar el mayor recorte (no el primero, eso ya lo sabemos, ni el último, eso nos lo tememos)  de los derechos ciudadanos acaecido en democracia mediante el supuesto apoyo implícito que deduce del silencio de muchísimos ciudadanos que no expresan públicamente su rechazo a las medidas del gobierno. Ciudadanos que muy probablemente en privado desbrozarán un catálogo de quejas por todo aquello que les afecta en el día a día, pero que nunca verbalizarán en público sus opiniones („a mí eso de la política es que no me interesa“) o simplemente recurrirán a algún lugar común mil veces oído y repetido („si total, qué más da, son todos iguales“) o, por supuesto, huirán de toda implicación activa (“¿manifestarse? ¿Para qué?”). En resumidas cuentas, se encogerán de hombros y seguirán “haciendo su vida”. Lo que en dictadura se llamaba “no significarse” y que parece haber calado hondo en el ser de nuestra sociedad.

Pues, perdonen mi radicalidad, pero me niego rotundamente  a formar parte de esa mayoría silenciosa y a ser con ello cómplice de la destrucción de un estado del bienestar al que no habíamos todavía llegado a cubrir con un tejado y que nos están dejando ya sin cimientos. Estoy segura de que la palabra no es suficiente, que la movilización ciudadana se debe hacer en la calle, en los trabajos, en las escuelas. Así que vaya por delante mi admiración y mi respeto por todos los que llevan (sin violencia) esa lucha cívica hasta sus últimas consecuencias, a veces incluso con riesgo de su integridad física, de quien desde la distancia con su país no puede compartir esas actividades.

Sin embargo, aunque la palabra no es suficiente, sí es imprescindible para crear una conciencia colectiva y una masa crítica que impida que nos convirtamos en ciudadanos adocenados. Ya sé que no debemos creer que hemos inventado la revolución social “tuiteando” desde un móvil en el salón de nuestra casa. Sin ir más lejos, hace justo hoy 223 años Europa entró en la modernidad con muchísima menos parafernalia tecnológica aunque, eso sí,  con muchísima más sangre (algo nada deseable pero por desgracia casi siempre repetido).  Pero no por ello vamos a desdeñar la oportunidad única que nos ofrecen los nuevos instrumentos de comunicación para canalizar nuestra indignación, multiplicarla y difundirla. Para intercambiar opiniones, compartir análisis y poner en duda, con rigor y espíritu crítico, los discursos públicos. Para hacernos oir y, a ser posible, escuchar. Para utilizar nuestra inteligencia, nuestra ironía, nuestra mala leche, nuestra creatividad o la realidad que nos rodea para lanzar mensajes que no dejen que nos durmamos y que despierten a los que están dormidos. Para no vivir narcotizados, ni asustados ni paralizados. Para que nuestros abuelos no se tengan que revolver avergonzados en sus tumbas y para que podamos mirar a nuestros hijos a los ojos sin rubor. Vamos, para que la mayoría silenciosa empiece a hablar. Alto y claro.