He dejado pasar
día y medio, tras renunciar a ceder a mi primer impulso de lanzarme a escribir
una reacción en caliente a las insultantes palabras de Rafael Hernando. Da
igual. Ni el tiempo, ni el torpísimo intento de Hernando de glosar sus propias
declaraciones ni las exculpaciones con medias palabras de algunas personas a
las mismas han enfriado (más bien todo lo contrario) mi indignación. Ni
aminorado mi sensación de estar harta, muy harta. Porque, a riesgo de plagiar a
los queridos amigos de la Revista Mongolia,
toca entonar retahíla de hartazgos.
Estoy harta de que
señoritos de aire cortijero se permitan banalizar el sufrimiento ajeno y
trivialicen dramas humanos que, ni de lejos, pueden alcanzar a entender. Las
declaraciones de Rafael Hernando en el programa Al Rojo Vivo del pasado
miércoles (a partir del minuto 16:50) dinamitan las fronteras de lo social, humana y políticamente
admisible. No solo lo que dijo, sino cómo lo dijo: con suficiencia y desprecio.
Eso sí, con una sinceridad inequívoca: estoy completamente convencida de que no
miente cuando afirma no conocer a nadie que haya tenido que acudir al servicio
de comedores habilitado durante el verano en colegios andaluces para paliar las
carencias alimenticias de niños de familias con situaciones precarias. Si acaso se
podría haber cruzado con algún hijo de algún peón de un cortijo de algún amigo,
pero aunque lo haya tenido delante, no lo habrá visto. Sé muy bien que para los
señoritos (y no hay necesidad de retrotraerse a la época que dibujaba
magistralmente Delibes en Los santos
inocentes) hay personas (y problemas) invisibles. Pero aún estoy más harta de
que personas de esa calaña moral sean las que están legislando sobre nuestras
vidas, aplaudiendo en el parlamento los recortes de derechos y permaneciendo
impasibles (y se ve que también insensibles) ante las tragedias humanas que sus
decisiones desencadenan. Cuando los políticos deberían estar asumiendo su
responsabilidad y avergonzándose públicamente de que en España aumente la pobreza,
la precariedad laboral y la desnutrición y malnutrición infantil (realidades
todas constatadas por muchos informes de muy diversa procedencia), nos
encontramos con que echan balones fuera y culpabilizan a las víctimas. Ya se
sabe que para algunos jueces del Pleistoceno la mujer violada suele llevar la
falda demasiado corta o el escote demasiado pronunciado. En la misma línea,
para algunos políticos se conoce que los padres en paro y sin subvenciones (o
con 423 euros al mes, que es casi lo mismo) son culpables de pagar la vivienda
que, al menos, cobije a unos hijos de negro futuro. En fin…
Pero si harta me
tienen los señoritos, al menos igual de harta me tienen sus palmeros y, aún
peor, los que los justifican desde la clase obrera (bueno, ellos suelen seguir
creyéndose clase media). Décadas de consumismo, despolitización de los
trabajadores y alienación cultural han demostrado su eficacia. Tenemos una
sociedad sorprendentemente desmovilizada, que mira con fatalismo y hasta indiferencia
como yacen en el suelo sus derechos, pisoteados con ensañamiento. Pero, además,
esa sociedad es en parte, consciente o inconscientemente, cómplice de los
discursos más perversos del neoliberalismo. Si los padres no dan de comer a sus
hijos, es que igual no deberían haberlos tenido, qué falta de responsabilidad.
Si el parado lleva tres años en paro, es que, hombre, igual, algo de culpa
tiene. Si el joven no encuentra trabajo, es que a lo mejor no debería haber ido
a la universidad, es que si todos estudiamos, no puede ser. Si esa inmigrante
acude a los servicios sociales, vaya, es que no habrá sabido administrarse, los
de estos países es que no saben qué hacer con el dinero. Vamos, de nuevo: que
si a esa chica la violaron, igual esa noche no tenía que haberse puesto un top
ceñido y una minifalda y tomarse tres cubatas, que luego pasa lo que pasa y ya
es tarde para arrepentirse. Esos discursos están en la calle, en la oficina, en
la barra del bar… y hacen frotarse las manos a los que detentan el poder económico
y político. Esas élites satisfechas que van a decidir cuándo ese integrante de
la clase media, que mira con cierta suficiencia a su vecino menos afortunado,
va a pasar al otro lado de la línea y va a sufrir una precarización de su
situación. Y como eso todos lo sabemos, aunque muchos se resistan a aceptarlo,
la reacción es conjurar el miedo a perderlo todo alejándonos del que está peor.
Como si la pobreza y la mala suerte y la desgracia fuesen contagiosas. El
miedo, ya lo decía José Luis Sampedro (como nos duele su hueco), alimenta al
monstruo. Y ponerse de perfil o demostrar tibieza ante la insensibilidad de, por
ejemplo, las palabras de Hernando, es un reflejo más de ese miedo. Un miedo que
nos hace una sociedad más mediocre y más débil, y, por ello, más vulnerable a
todas las embestidas de unas élites capitalitas salvajes que persiguen un statu quo consistente en ahondar de
nuevo en la desigualdad. O, como resume brillantemente la viñeta de El Roto que
ilustra esta entrada: „Los pobres se estaban haciendo ricos. Por suerte pudimos
pararlo“.
Y también estoy
harta de que el miedo y la insolidaridad empobrezcan no solo a España sino a Europa
y a un proyecto de ciudadanía en el que deposité (¡qué ingenua fui!) muchas
esperanzas. No me reconozco ni me identifico con esa Europa recelosa y cerrada,
pacata y paleta, que se sacude con mohín de asco al que es diferente (al
rumano, al moro, al refugiado, al
español, al sudaca, al portugués, al
yugoslavo, …). Siempre y cuando el „diferente“ no venga dispuesto a abrir una
suculenta cuenta bancaria, a invertir cantidades astronómicas en deuda pública
y privada o a comprar una propiedad inmobiliaria de lujo. En ese caso, y aún a
pesar de que el dinero que le abre las puertas esté manchado de prostitución, tráfico de armas, drogas o evasión fiscal, ningún dirigente de esta Europa, tan
civilizada y guardiana de sus valores y costumbres, le pondrá trabas. Por
supuesto en esa Europa incluyo a ese no miembro de la UE (o medio cooperador a
ratos y según le convenga) que es Suiza, también aquejada por un miedo que la
devalúa hasta extremos que, me temo, sus habitantes aún no han alcanzado a
comprender. El último clamoroso ejemplo lo encontramos en las escandalosas medidas segregacionistas que ha adoptado un pueblo de Argovia contra los solicitantes de asilo y que no desentonan con la tónica marcada por los resultados de
algunos recientes (y polémicos) referéndums.
Y por último, ya
que estamos en estas fechas en las que homenajeamos a trece jóvenes asesinadas por
la barbarie fascista y que han devenido símbolo de todas las víctimas de la
represión franquista, me declaro también harta de la equidistancia. del olvido,
de los monumentos fascistas y el callejero infestado de asesinos, de la falta
de rigor en la recuperación de la memoria histórica y del „al fin y al cabo, en
la guerra civil los dos bandos cometieron barbaridades“.
Que el sentido
común y el instinto de supervivencia me conserven este hartazgo y no me dejen
bajar la guardia, no vaya a ser que, si me adormezco, aprovechen y me despojen hasta de las ilusiones…