En Suiza ir al cine es un lujo al que los que nos movemos
justitos a final de mes debemos, lamentablemente, renunciar. Si vas a ver una
película al cine te lo tienes que pensar bien, elegir con tino, ser muy
selectivo, porque es un desembolso lo suficientemente notable como para no ir
al tuntún. Pero yo voy a acudir dos veces al cine en el plazo de una semana para
ver la misma película. Prefiero renunciar a cualquier otra cosita pero darme el
inmenso placer de volver a disfrutar de Dolor
y gloria en pantalla grande.
Me apetecía la historia. Gente de la que me fío me había
hablado muy bien de la película. El argumento me parecía sugerente. El tráiler
una delicia. Los actores y actrices (con mis dudas respecto a Banderas) de
primera. Me gustan en general las películas de Almodóvar (con algunas
flagrantes excepciones) y adoro en particular Todo sobre mi madre y Volver.
Pese a ello también temía, leída la sinopsis, que la película fuese a
regodearse en exceso en la magna obra de un cineasta reconocido. Que el hilo
conductor fuese la remembranza de una sucesión de películas de éxito. Me barruntaba
un cierto ejercicio de autocomplacencia. Pero no. Esta maravillosa película va
de otra cosa. De una mucho mejor y más universal: de lo más íntimo, de
emociones, sentimientos, miedos y culpa.
La filmoteca y la referencia no velada a La ley del deseo, la película que lanzó
a la fama a Almodóvar de quien Salvador Mallo, protagonista de Dolor y gloria, es un alter ego que no quiere ni necesita
disimular esa condición, no es más que la excusa que desencadena el ajuste de
cuentas con su pasado que el personaje encarnado por Antonio Banderas emprende.
La estética psicodélica de la poesía en prosa que describe la geografía de la
enfermedad y el toque de humor surrealista de Julián López en la platea de la
filmoteca, junto con la decoración del piso de Salvador, son quizás los únicos
guiños de la película a ese universo estético tan reconocible de Almodóvar. A
partir de ahí todo es emoción. Y más dolor que gloria.
Salvador se pone al día con su pasado y nos implica a todos
en ese viaje. La película es una declaración de amor, dolor y agradecimiento. Almodóvar,
quien tanto se benefició de ser icono de la Movida madrileña en su
interpretación más superficial y más acrítica, da un manotazo en la mesa para
recordarnos, al fin, que no era oro todo lo que relucía y que un Madrid
arrollador que cabalgaba a lomos del caballo asesino se llevó por el sumidero
el futuro de muchos. Gracias, Asier Etxeandía, por ese monólogo estremecedor. Nos
enfrenta, como nunca, al amor, a su pérdida, a la renuncia, a la necesidad de
saber decir adiós, en esa conversación tan hermosa y nostálgica con Leonardo
Sbaraglia. Y también nos pone ante el espejo del deseo, y a su descubrimiento,
reflejados en uno de los desnudos mejor rodados y más cargados de significado
que he visto en mi vida. Recorremos con Salvador, descarnadamente, la relación que
tenemos con el dolor: el que nos causa la enfermedad real y la imaginada, en un
honesto reconocimiento de la hipocondría como elemento bloqueador. En Dolor y gloria también hay generosidad, egoísmo,
agradecimiento, lealtad. Y hay una de las declaraciones de amor más bellas hacia
una madre, sino la que más, que vais a poder ver nunca: a través de tres
miradas (la del pequeñísimo Salvador a la madre que canta al borde de un río manchego,
la del niño Salvador a la madre que cose en la semioscuridad de una cueva de
Paterna y la del Salvador maduro a una madre que al fin de sus días, en una
terraza de Madrid, le revela todo lo que quedó pendiente entre ellos) y a
través de la conciencia dolorosa de que no canalizó bien ese amor y que tenía
la necesidad de gritárselo a través de esta película. Y nos duele con él, con
Salvador, con Pedro, ese grito a destiempo a todas las madres que ya se han
ido. Lo rememoro y se me anuda la garganta.
Y todo este caudal de sentimientos está muy bien contado.
Primero y ante todo por los intérpretes. Antonio Banderas rompe mis prejuicios
y está magistral. En su ternura. En su decadencia. En su dolor. Incluso cuando
a veces ves en su Salvador los movimientos y la manera de hablar de Pedro
Almodóvar, nunca llega a atravesar la fina línea de la caricatura. Pero sería injusto
no reconocer a todos y cada uno de los demás actores y actrices de la película.
Que Asier Etxeandía, Leonardo Sbaraglia, Julieta Serrano o Penélope Cruz estén
magníficos tampoco nos va a sorprender a estas alturas. Pero es que no hay ni
una sola fisura en el casting, obra de la siempre acertada Yolanda Serrano: la
contención de Nora Navas, la perplejidad de César Vicente, la socarronería de
Pedro Casablanc…y esos dos niños deliciosos. La historia está también muy bien
narrada a través de la fotografía y la luz, del maestro José Luis Alcaine. El
contraste entre un espacio cerrado, abigarrado, lleno de color pero oscuro y un
espacio abierto, austero, monocolor pero intensamente luminoso nos dicen mucho más
sobre la infancia modesta pero relativamente feliz y la madurez cargada de
glorias pero también de dolor que 20 páginas de texto. De la música ya ni
comento nada, porque nadie entendería ya las mejores películas de Almodóvar sin
que Alberto Iglesias les regalase la banda sonora (enlace a la BSO en Spotify).
De verdad, si no lo habéis logrado aún, haceos ese favor e
id al cine a saborear Dolor y gloria.
A llorar en silencio. A emocionaros. A que se os haga un nudo en la garganta al
rememorar las escenas aún pasadas las horas (o los días) de haberla visto.
Gracias por regalarnos momentos así.