jueves, 5 de febrero de 2015

La llave


Tengo la manía de llevar bolsos enormes y oscuros, donde todo se me pierde irremediablemente. Lo peor, ese manojo de llaves que a veces te da disgustos. Las he perdido, fijo, y el pánico te asalta unos segundos. Entonces agitas el enorme bolsón con fuerza y las oyes tintinear: estar, están. Alivio. No me tengo que quedar fuera con el frío que hace. O con lo cansada que estoy. O con la cantidad de cosas que tengo por hacer en casa. Ahora ya es solo cuestión de paciencia y de un par de minutos dar con ellas, meterlas en la cerradura (a veces a tientas, que la luz de la entrada funciona a su capricho) y ya, por fin, en casa.

La otra noche, al repetir este gesto cotidiano, se me vino a la cabeza la imagen de José y Ana María. Y, sobre todo, de sus hijos, la mayor de la edad de mi hija Sofía. Aunque ellos encuentren su llave en el bolso, ya de nada les sirve. Ya no pueden entrar en su casa, en su mundo, con sus recuerdos. La imagen de un guiso preparado la víspera y que se quedaba en la nevera sin que nadie diera cuenta de él me hizo llorar de nuevo de pena y de una inmensa rabia. No sé si mi querida Fani Grande tendrá grapas suficientes para agarrarme el hígado.

Francisco Javier Recio narraba en El Mundo el pasado 1 de febrero la historia dantesca de una familia de Dos Hermanas que al volver a casa a la hora de comer se encontró con que su llave ya no encajaba en la cerradura. Con que el guiso se quedaba en la nevera. Con que los niños no iban a poder hacer los deberes en su cuarto. La familia Salas Pérez había sido víctima de un “desahucio silencioso”, de esos de los que apenas tenemos noticia porque falta el preaviso para que la PAH o los colectivos locales se movilicen. Y porque se producen sin ese indecente despliegue de lecheras policiales que tanto sonrojo nos provoca. Alguien está solo en la puerta de la que en horas ha dejado de ser su casa, sin un voluntario al que abrazarse llorando ni un funcionario judicial al que increpar. No me puedo imaginar mayor desamparo.

Los elementos que configuran esta historia desgarradora son ya habituales en las noticias: una familia víctima del paro de larga duración y dependiente de la concatenación de trabajos precarios y esporádicos y de la ayuda de la familia; un banco, el BBVA en este caso, que prefiere incrementar su bolsa de pisos vacíos a ofrecer una solución socialmente responsable a una familia; un juzgado que ejecuta una orden de desahucio, desatendiendo un  derecho constitucional elemental; unos políticos autonómicos y locales que solo reaccionan cuando la presión mediática puede ser dañina para sus intereses electorales.

Pero, además, en la ejecución sigilosa de este desahucio hay dos actores de reparto cuya presencia me obsesiona desde que leí la noticia. Que nadie me malinterprete, no me siento nada cómoda señalándolos, porque soy consciente de que su grado de responsabilidad en esta historia es infinitamente menor que la de los factores que nombré antes. Pero estuvieron allí y fueron necesarios. Ellos tuvieron el poder físico sobre una llave que separaba a una familia de su propia vida.

Cuando hace casi 20 años el politólogo Daniel Goldhagen señaló la complicidad (más o menos silenciosa, más o menos activa) de los “alemanes corrientes” en el Holocausto nazi, se generó una enorme controversia. Los juicios de Nüremberg y más adelante los procesos habidos contra militares golpistas por los crímenes perpetrados en las dictaduras latinoamericanas habían establecido que los autores físicos de un crimen de lesa humanidad no podían parapetarse tras la obediencia debida dentro de la estructura jerárquica del ejército. Pero claro, más polémico y doloroso era plantear que ciudadanos normales y corrientes, que en su vida habrían matado una mosca, tuvieran que asumir que con su acción –o su inacción- habían contribuido a que se cometiesen crímenes dantescos. Es un debate que se abrió y aún hoy sigue generando encendidas discusiones e hiriendo muchas sensibilidades. Pero es el precio que hemos de pagar si miramos de frente a nuestro pasado y queremos ser honestos, consecuentes y extraer enseñanzas útiles para entender el presente e intentar construir un futuro mejor. Sin huir de nuestra responsabilidad y siendo conscientes de que cada uno tenemos en cierta medida la capacidad de cambiar el mundo que nos rodea: para bien, que sería lo razonable. Pero también podemos empeorarlo.

El policía recibe la orden de descargar contra los manifestantes, pero él (o ella) es el responsable de la intensidad con que emplea su porra o de apretar el gatillo que lanza la pelota de goma que destroza un globo ocular o remata a un inmigrante medio ahogado. El empleado de la caja recibe la orden de liarse a vender preferentes para alcanzar los objetivos, pero es él (o ella) quien mira a los ojos de esa pareja de ancianos (clientes de toda la vida) mientras les da el bolígrafo con el que firmar una preferente que sabe que los despoja de sus ahorros. El empleado (o empleada) de la ETT recibe la orden del responsable de la filial de rescindir el contrato de esa madre soltera con argumentos peregrinos, pero son sus labios los que repiten las mentiras más infames.

Claro que luego está elbombero que recibe la orden de reventar la cerradura de una anciana paradesahuciarla y desobedece, porque defiende que él está ahí para salvar vidas y no para destrozarlas. Y sabes que si hubiese más Robertos se producirían menos barbaridades. Que anteponer la ética, los derechos humanos, la empatía y la cercanía al sufrimiento a la obediencia a la norma (o al jefe, o a la cuenta de beneficios) haría nuestra sociedad más digna.

Y entonces pienso en el cerrajero que recibe un encargo para cambiar una cerradura sin conocimiento de los habitantes de ese hogar. Y pienso que si en toda Sevilla no hubiesen encontrado un solo cerrajero dispuesto a ello, Ana María y sus hijos habrían almorzado ese guiso el jueves en su casa.

Y luego pienso en ese empleado de banco, fastidiado por tener que apurar la tarde de viernes en abrir (rapidito, que no quiero perder el tiempo) la puerta a un padre desesperado que llena dos bolsas de plástico. Y me pregunto, muy en serio, si no habría dormido mucho mejor dejando esa maldita llave a esa familia durante el fin de semana para que pudiesen empaquetar su vida con dignidad.

Ya, ya sé que ni el cerrajero ni el empleado del BBVA son los responsables últimos. Ya, ya sé, que a lo mejor el uno es una autónomo que apenas llega a fin de mes y el otro un empleado que ve peligrar su puesto de trabajo en el próximo ERE. Pero con todo y con ello, me cuesta entenderlos.

Dos trabajadores normales, seguro que buenas personas, son incapaces de anteponer la ética a la obediencia complaciente. No significarse, que repetían cual mantra los prudentes durante la dictadura. Y, otra vez, las malditas mayorías silenciosas. Hoy preferimos no pensar en lo que significa la llave de su casa para una familia. Mañana nos creeremos que la culpa de nuestros bajos salarios es del inmigrante que ha venido a vivir al piso de abajo (nos olvidamos que nuestra hija enfermera también es inmigrante en Alemania). Y al día siguiente decidiremos ponernos dignos conlos griegos, olvidarnos que son compañeros de fatigas y víctimas del mismoenemigo que nos atenaza a nosotros mismos y les exigiremos el pago de la deuda con un tesón que ni los bávaros…

Y, mientras tanto, mientras perdemos en dignidad, humanidad y solidaridad, la llave de nuestro futuro se la habrán quedado los de siempre. Sin vuelta atrás.

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