Tengo la manía de llevar bolsos
enormes y oscuros, donde todo se me pierde irremediablemente. Lo peor, ese
manojo de llaves que a veces te da disgustos. Las he perdido, fijo, y el pánico
te asalta unos segundos. Entonces agitas el enorme bolsón con fuerza y las oyes
tintinear: estar, están. Alivio. No me tengo que quedar fuera con el frío que
hace. O con lo cansada que estoy. O con la cantidad de cosas que tengo por
hacer en casa. Ahora ya es solo cuestión de paciencia y de un par de minutos
dar con ellas, meterlas en la cerradura (a veces a tientas, que la luz de la
entrada funciona a su capricho) y ya, por fin, en casa.
La otra noche, al repetir
este gesto cotidiano, se me vino a la cabeza la imagen de José y Ana María. Y,
sobre todo, de sus hijos, la mayor de la edad de mi hija Sofía. Aunque ellos
encuentren su llave en el bolso, ya de nada les sirve. Ya no pueden entrar en
su casa, en su mundo, con sus recuerdos. La imagen de un guiso preparado la
víspera y que se quedaba en la nevera sin que nadie diera cuenta de él me hizo
llorar de nuevo de pena y de una inmensa rabia. No sé si mi querida Fani Grande
tendrá grapas suficientes para agarrarme el hígado.
Francisco Javier Recio narraba
en El Mundo el pasado 1 de febrero la
historia dantesca de una familia de Dos Hermanas que al volver a casa a la hora
de comer se encontró con que su llave ya no encajaba en la cerradura. Con que
el guiso se quedaba en la nevera. Con que los niños no iban a poder hacer los
deberes en su cuarto. La familia Salas Pérez había sido víctima de un “desahucio
silencioso”, de esos de los que apenas tenemos noticia porque falta el preaviso
para que la PAH o los colectivos locales se movilicen. Y porque se producen sin
ese indecente despliegue de lecheras policiales que tanto sonrojo nos provoca.
Alguien está solo en la puerta de la que en horas ha dejado de ser su casa, sin
un voluntario al que abrazarse llorando ni un funcionario judicial al que
increpar. No me puedo imaginar mayor desamparo.
Los elementos que configuran
esta historia desgarradora son ya habituales en las noticias: una familia
víctima del paro de larga duración y dependiente de la concatenación de
trabajos precarios y esporádicos y de la ayuda de la familia; un banco, el BBVA
en este caso, que prefiere incrementar su bolsa de pisos vacíos a ofrecer una solución
socialmente responsable a una familia; un juzgado que ejecuta una orden de desahucio,
desatendiendo un derecho constitucional
elemental; unos políticos autonómicos y locales que solo reaccionan cuando la presión
mediática puede ser dañina para sus intereses electorales.
Pero, además, en la ejecución
sigilosa de este desahucio hay dos actores de reparto cuya presencia me
obsesiona desde que leí la noticia. Que nadie me malinterprete, no me siento
nada cómoda señalándolos, porque soy consciente de que su grado de
responsabilidad en esta historia es infinitamente menor que la de los factores
que nombré antes. Pero estuvieron allí y fueron necesarios. Ellos tuvieron el
poder físico sobre una llave que separaba a una familia de su propia vida.
Cuando hace casi 20 años el
politólogo Daniel Goldhagen señaló la complicidad (más o menos silenciosa, más
o menos activa) de los “alemanes corrientes” en el Holocausto nazi, se generó
una enorme controversia. Los juicios de Nüremberg y más adelante los procesos
habidos contra militares golpistas por los crímenes perpetrados en las
dictaduras latinoamericanas habían establecido que los autores físicos de un
crimen de lesa humanidad no podían parapetarse tras la obediencia debida dentro
de la estructura jerárquica del ejército. Pero claro, más polémico y doloroso
era plantear que ciudadanos normales y corrientes, que en su vida habrían matado
una mosca, tuvieran que asumir que con su acción –o su inacción- habían
contribuido a que se cometiesen crímenes dantescos. Es un debate que se abrió y
aún hoy sigue generando encendidas discusiones e hiriendo muchas
sensibilidades. Pero es el precio que hemos de pagar si miramos de frente a
nuestro pasado y queremos ser honestos, consecuentes y extraer enseñanzas
útiles para entender el presente e intentar construir un futuro mejor. Sin huir
de nuestra responsabilidad y siendo conscientes de que cada uno tenemos en
cierta medida la capacidad de cambiar el mundo que nos rodea: para bien, que
sería lo razonable. Pero también podemos empeorarlo.
El policía recibe la orden de
descargar contra los manifestantes, pero él (o ella) es el responsable de la
intensidad con que emplea su porra o de apretar el gatillo que lanza la pelota
de goma que destroza un globo ocular o remata a un inmigrante medio ahogado. El
empleado de la caja recibe la orden de liarse a vender preferentes para
alcanzar los objetivos, pero es él (o ella) quien mira a los ojos de esa pareja
de ancianos (clientes de toda la vida) mientras les da el bolígrafo con el que
firmar una preferente que sabe que los despoja de sus ahorros. El empleado (o
empleada) de la ETT recibe la orden del responsable de la filial de rescindir
el contrato de esa madre soltera con argumentos peregrinos, pero son sus labios
los que repiten las mentiras más infames.
Claro que luego está elbombero que recibe la orden de reventar la cerradura de una anciana paradesahuciarla y desobedece, porque defiende que él está ahí para salvar vidas y
no para destrozarlas. Y sabes que si hubiese más Robertos se producirían menos
barbaridades. Que anteponer la ética, los derechos humanos, la empatía y la cercanía
al sufrimiento a la obediencia a la norma (o al jefe, o a la cuenta de
beneficios) haría nuestra sociedad más digna.
Y entonces pienso en el
cerrajero que recibe un encargo para cambiar una cerradura sin conocimiento de
los habitantes de ese hogar. Y pienso que si en toda Sevilla no hubiesen
encontrado un solo cerrajero dispuesto a ello, Ana María y sus hijos habrían
almorzado ese guiso el jueves en su casa.
Y luego pienso en ese
empleado de banco, fastidiado por tener que apurar la tarde de viernes en abrir
(rapidito, que no quiero perder el tiempo) la puerta a un padre desesperado que
llena dos bolsas de plástico. Y me pregunto, muy en serio, si no habría dormido
mucho mejor dejando esa maldita llave a esa familia durante el fin de semana
para que pudiesen empaquetar su vida con dignidad.
Ya, ya sé que ni el cerrajero
ni el empleado del BBVA son los responsables últimos. Ya, ya sé, que a lo mejor
el uno es una autónomo que apenas llega a fin de mes y el otro un empleado que
ve peligrar su puesto de trabajo en el próximo ERE. Pero con todo y con ello,
me cuesta entenderlos.
Dos trabajadores normales,
seguro que buenas personas, son incapaces de anteponer la ética a la obediencia
complaciente. No significarse, que repetían cual mantra los prudentes durante
la dictadura. Y, otra vez, las malditas mayorías silenciosas. Hoy preferimos no
pensar en lo que significa la llave de su casa para una familia. Mañana nos
creeremos que la culpa de nuestros bajos salarios es del inmigrante que ha
venido a vivir al piso de abajo (nos olvidamos que nuestra hija enfermera también
es inmigrante en Alemania). Y al día siguiente decidiremos ponernos dignos conlos griegos, olvidarnos que son compañeros de fatigas y víctimas del mismoenemigo que nos atenaza a nosotros mismos y les exigiremos el pago de la deuda
con un tesón que ni los bávaros…
Y, mientras tanto, mientras
perdemos en dignidad, humanidad y solidaridad, la llave de nuestro futuro se la
habrán quedado los de siempre. Sin vuelta atrás.
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