viernes, 9 de agosto de 2013

Harta

He dejado pasar día y medio, tras renunciar a ceder a mi primer impulso de lanzarme a escribir una reacción en caliente a las insultantes palabras de Rafael Hernando. Da igual. Ni el tiempo, ni el torpísimo intento de Hernando de glosar sus propias declaraciones ni las exculpaciones con medias palabras de algunas personas a las mismas han enfriado (más bien todo lo contrario) mi indignación. Ni aminorado mi sensación de estar harta, muy harta. Porque, a riesgo de plagiar a los queridos amigos de la Revista Mongolia, toca entonar retahíla de hartazgos.

Estoy harta de que señoritos de aire cortijero se permitan banalizar el sufrimiento ajeno y trivialicen dramas humanos que, ni de lejos, pueden alcanzar a entender. Las declaraciones de Rafael Hernando en el programa Al Rojo Vivo del pasado miércoles (a partir del minuto 16:50) dinamitan las fronteras de lo social, humana y políticamente admisible. No solo lo que dijo, sino cómo lo dijo: con suficiencia y desprecio. Eso sí, con una sinceridad inequívoca: estoy completamente convencida de que no miente cuando afirma no conocer a nadie que haya tenido que acudir al servicio de comedores habilitado durante el verano en colegios andaluces para paliar las carencias alimenticias de niños de familias con situaciones precarias. Si acaso se podría haber cruzado con algún hijo de algún peón de un cortijo de algún amigo, pero aunque lo haya tenido delante, no lo habrá visto. Sé muy bien que para los señoritos (y no hay necesidad de retrotraerse a la época que dibujaba magistralmente Delibes en Los santos inocentes) hay personas (y problemas) invisibles. Pero aún estoy más harta de que personas de esa calaña moral sean las que están legislando sobre nuestras vidas, aplaudiendo en el parlamento los recortes de derechos y permaneciendo impasibles (y se ve que también insensibles) ante las tragedias humanas que sus decisiones desencadenan. Cuando los políticos deberían estar asumiendo su responsabilidad y avergonzándose públicamente de que en España aumente la pobreza, la precariedad laboral y la desnutrición y malnutrición infantil (realidades todas constatadas por muchos informes de muy diversa procedencia), nos encontramos con que echan balones fuera y culpabilizan a las víctimas. Ya se sabe que para algunos jueces del Pleistoceno la mujer violada suele llevar la falda demasiado corta o el escote demasiado pronunciado. En la misma línea, para algunos políticos se conoce que los padres en paro y sin subvenciones (o con 423 euros al mes, que es casi lo mismo) son culpables de pagar la vivienda que, al menos, cobije a unos hijos de negro futuro. En fin…

Pero si harta me tienen los señoritos, al menos igual de harta me tienen sus palmeros y, aún peor, los que los justifican desde la clase obrera (bueno, ellos suelen seguir creyéndose clase media). Décadas de consumismo, despolitización de los trabajadores y alienación cultural han demostrado su eficacia. Tenemos una sociedad sorprendentemente desmovilizada, que mira con fatalismo y hasta indiferencia como yacen en el suelo sus derechos, pisoteados con ensañamiento. Pero, además, esa sociedad es en parte, consciente o inconscientemente, cómplice de los discursos más perversos del neoliberalismo. Si los padres no dan de comer a sus hijos, es que igual no deberían haberlos tenido, qué falta de responsabilidad. Si el parado lleva tres años en paro, es que, hombre, igual, algo de culpa tiene. Si el joven no encuentra trabajo, es que a lo mejor no debería haber ido a la universidad, es que si todos estudiamos, no puede ser. Si esa inmigrante acude a los servicios sociales, vaya, es que no habrá sabido administrarse, los de estos países es que no saben qué hacer con el dinero. Vamos, de nuevo: que si a esa chica la violaron, igual esa noche no tenía que haberse puesto un top ceñido y una minifalda y tomarse tres cubatas, que luego pasa lo que pasa y ya es tarde para arrepentirse. Esos discursos están en la calle, en la oficina, en la barra del bar… y hacen frotarse las manos a los que detentan el poder económico y político. Esas élites satisfechas que van a decidir cuándo ese integrante de la clase media, que mira con cierta suficiencia a su vecino menos afortunado, va a pasar al otro lado de la línea y va a sufrir una precarización de su situación. Y como eso todos lo sabemos, aunque muchos se resistan a aceptarlo, la reacción es conjurar el miedo a perderlo todo alejándonos del que está peor. Como si la pobreza y la mala suerte y la desgracia fuesen contagiosas. El miedo, ya lo decía José Luis Sampedro (como nos duele su hueco), alimenta al monstruo. Y ponerse de perfil o demostrar tibieza ante la insensibilidad de, por ejemplo, las palabras de Hernando, es un reflejo más de ese miedo. Un miedo que nos hace una sociedad más mediocre y más débil, y, por ello, más vulnerable a todas las embestidas de unas élites capitalitas salvajes que persiguen un statu quo consistente en ahondar de nuevo en la desigualdad. O, como resume brillantemente la viñeta de El Roto que ilustra esta entrada: „Los pobres se estaban haciendo ricos. Por suerte pudimos pararlo“.

Y también estoy harta de que el miedo y la insolidaridad empobrezcan no solo a España sino a Europa y a un proyecto de ciudadanía en el que deposité (¡qué ingenua fui!) muchas esperanzas. No me reconozco ni me identifico con esa Europa recelosa y cerrada, pacata y paleta, que se sacude con mohín de asco al que es diferente (al rumano, al moro, al refugiado, al español, al sudaca, al portugués, al yugoslavo, …). Siempre y cuando el „diferente“ no venga dispuesto a abrir una suculenta cuenta bancaria, a invertir cantidades astronómicas en deuda pública y privada o a comprar una propiedad inmobiliaria de lujo. En ese caso, y aún a pesar de que el dinero que le abre las puertas esté manchado de prostitución, tráfico de armas, drogas o evasión fiscal, ningún dirigente de esta Europa, tan civilizada y guardiana de sus valores y costumbres, le pondrá trabas. Por supuesto en esa Europa incluyo a ese no miembro de la UE (o medio cooperador a ratos y según le convenga) que es Suiza, también aquejada por un miedo que la devalúa hasta extremos que, me temo, sus habitantes aún no han alcanzado a comprender. El último clamoroso ejemplo lo encontramos en las escandalosas medidas segregacionistas que ha adoptado un pueblo de Argovia contra los solicitantes de asilo y que no desentonan con la tónica marcada por los resultados de algunos recientes (y polémicos) referéndums.

Y por último, ya que estamos en estas fechas en las que homenajeamos a trece jóvenes asesinadas por la barbarie fascista y que han devenido símbolo de todas las víctimas de la represión franquista, me declaro también harta de la equidistancia. del olvido, de los monumentos fascistas y el callejero infestado de asesinos, de la falta de rigor en la recuperación de la memoria histórica y del „al fin y al cabo, en la guerra civil los dos bandos cometieron barbaridades“.


Que el sentido común y el instinto de supervivencia me conserven este hartazgo y no me dejen bajar la guardia, no vaya a ser que, si me adormezco, aprovechen y  me despojen hasta de las ilusiones…

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