Voy a votar
De
hecho, ya he votado.
Podría no escribir esto y me quitaría de líos.
Pero lo
que no desaparecerían son la inquietud, la tristeza, la desazón que me
invaden desde hace varios días. Y además se lo debo a muchas. Se lo debo
a las mujeres más importantes de mi vida: a mi abuela Isolina, que se tuvo que
aguantar 40 largos años sus enormes ganas de votar; a mi madre, Isabel, que es
quien me enseñó desde que no levantaba tres palmos del suelo el valor de la
democracia y de la responsabilidad política; y a mi hija, Sofía, que vota este
domingo por primera vez, con mucha conciencia y con la seguridad de que la
política está ahí para ser útil y resolver problemas. Y claro que se lo debo a
la genealogía feminista que nos precede y que nos ha abierto camino a un precio
altísimo: a las sufragistas que pelearon el derecho a ser ciudadanas de pleno
derecho; a Clara Campoamor, que pagó con el ostracismo y el exilio su lucha por
el voto femenino, por la abolición de la prostitución, por el divorcio y por
los derechos de la infancia; a las miles mujeres represaliadas por la dictadura,
unas ejecutadas contra tapias, otras encerradas en prisiones inhumanas, otras
condenadas a la muerte civil con la prohibición de ejercer su profesión o con
la anulación de matrimonios civiles y divorcios y muchas otras expulsadas al
exilio; y a las mujeres que desde organizaciones feministas y vecinales se
jugaron el tipo cuando yo apenas era un proyecto de persona por garantizar
derechos básicos para las mujeres. Pero también se lo debo a las mujeres del
presente que, por el hecho de serlo, de haber nacido mujeres, ven pisoteados
sus derechos humanos: a las miles de mujeres prostituidas, violadas a diario
por puteros en burdeles a la vuelta de la esquina, en su mayoría inmigrantes sin
derecho a votar; a las mujeres víctimas de terrorismo machista, ese terrorismo
que sí sigue presente en nuestras vidas, y que necesitan que se les garantice
protección y justicia; y a los millones de mujeres que en todo el planeta son aún
ciudadanas de segunda, ahogadas en un burka, escondidas bajo un hiyab, sometidas
a códigos de honor o matrimonios forzosos, con el clítoris mutilado o viviendo
en sistemas donde las propias fuerzas de seguridad dejan impunes, cuando no
forman directamente parte de los victimarios, a los agresores sexuales. El
pasado, el presente y el futuro nos pesan, determinan nuestra agenda y nuestro
compromiso político y ciudadano.
¿Por
qué siento la necesidad de compartir algo aparentemente tan obvio y, por otra
parte, tan irrelevante para cualquiera que no sea yo misma, como explicar que
voto en unas elecciones y por qué? Pues porque creo que afirmar que el
feminismo no vota traidores, etiqueta que yo misma he compartido en varias
ocasiones en redes sociales, no justifica la antipolítica ni la
desafección con nuestro derecho (siempre me ha parecido casi obligación) a
votar, a tomar partido y a asumir maduramente las consecuencias de nuestro
voto. He leído estos días con frecuencia a compañeras feministas radicales que
piden que se les den razones para ir a votar este domingo. Dudan. No lo ven tan
claro como aquellas que deciden y manifiestan, legítimamente, aunque en absoluto
lo comparta, que se van a abstener o que votarán nulo o en blanco. Si con mis
palabras animo a una compañera dudosa o incluso invito a repensar su postura a
alguna que, a día de hoy, cree que lo mejor es no votar, daré por bien empleado
el tiempo en escribir esto y las pocas amigas y amigos (y fijo que ningún “amigue”)
que me voy a granjear.
Hace
poco leía un supuesto argumento para no votar que aducía que, si votar sirviera
para algo, estaría prohibido. Olvidaba quien agitaba ese eslogan que, en
efecto, las dictaduras y las tiranías prohíben votar, así que, sí, sí que para
algo debe de servir. Para mucho, incluso. Aunque no para todo lo que querríamos
y sería deseable en democracias plenas y siempre susceptibles de mejora,
votar es nuestra principal herramienta como ciudadanas en democracia. No la
única, pero no es incompatible depositar nuestro voto en la urna con
ejercer la vigilancia crítica y el compromiso activo en todo aquello que
luchamos por mejorar. Probablemente uno de los aspectos más irritantes por parte
de quienes han entrado a ocupar cargos de altísima responsabilidad en los
últimos años es la banalización de lo público, la reducción de la acción
política al postureo en redes, a la foto, al eslogan, a la camiseta. Entonces
¿pensamos que hacer que nuestro voto sea nulo tachándolo con una frase y colgando
la foto en redes para que nos aplaudan el gesto las ya convencidas va a movilizar
a alguien, va a servir de algo? ¿No es más útil y maduro seguir el camino ya
iniciado, el de tomar la decisión política de elegir y votar, asumiendo el
riesgo que comporta, y luego ser exigentes con quienes nos representan,
porque los hemos puesto nosotras ahí y les pagamos el sueldo? Sigamos
protestando si alguien conculca nuestros derechos. Sigamos organizando foros
serios de debate feminista, leyendo a referentes como Valcárcel, Cobo o Posada
Kubissa. Sigamos haciendo pedagogía contra los estereotipos de género. Sigamos elevando iniciativas legislativas si es necesario. Sigamos
escribiendo en medios de comunicación sobre los problemas que nos afectan y los
retos pendientes, educando a nuestras hijas e hijos en la igualdad, manteniendo
conversaciones constructivas y útiles con nuestros entornos familiares, laborales
y de amistad para que no traguen ruedas de molino, aunque vengan bañadas en
purpurina. Pero votemos, y no en blanco o nulo. Jugándonosla, porque de eso va
la democracia y el ejercicio de los derechos.
Eso implica
elegir, poner en una balanza muchos elementos y establecer prioridades.
Ningún programa de ningún partido se va a ajustar nunca en su totalidad a
nuestras demandas e ideales. Pensar lo contrario es iluso y conduce a la frustración
y a la melancolía. Pero ser realistas y conscientes de ello no es, en absoluto,
dejarse arrastrar por el mantra apolítico del “da lo mismo, porque todos son
iguales”. No, no lo son, y lo sabemos, y es precisamente nuestra capacidad de
analizar las diferencias y los matices lo que nos hace votantes informadas y
conscientes (bueno, eso y los flagrantes tortazos que nos llevamos cuando vemos
que nos equivocamos al votar). Porque no es lo mismo que Podemos, cuya solvencia
en lo que atañe al feminismo ya podía hacernos sospechar desde un principio, se
haya demostrado como la peor opción posible para estar al frente del ministerio
de Igualdad, que el indudable error del PSOE al dejar en sus manos un campo en
el que el currículum de los socialistas había sido intachable. O no es lo
mismo, aunque el resultado final invite a pensarlo, legislar activamente y de
manera monolítica en contra de los derechos de las mujeres, de las niñas y de
los niños que, en aras de salvar la coalición de gobierno, aceptar imposiciones
muy cuestionadas en las propias filas. Como tampoco es lo mismo ser tibia
cuando te preguntan por la explotación sexual de las mujeres que defender
abiertamente la abolición de la prostitución. Pero desde luego, no nos
confundamos, lo que nunca va a beneficiar a las mujeres y a sus derechos es
tener al frente de las instituciones una derecha que va de la mano de una ultraderecha
anacrónica, nacionalcatólica y pseudofascista. Una ultraderecha que es
negacionista del terrorismo machista; que viene a evitar que ejerzamos derechos
básicos como el aborto; que defiende un ideal de mujer más cercano a los postulados
de la Sección Femenina que al S. XXI; que se ensañará contra los y las inmigrantes;
que nos quiere llevar a un lugar al que no queremos volver. Cuando nos
arrepintamos de haberle dejado la puerta entreabierta a esa ultraderecha,
aunque sea por omisión de nuestro deber ciudadano, será demasiado tarde.
Y, por
último, para votar, para asumir ese riesgo de equivocarme, quiero poder
hacerlo sin que me impongan el marco mental. Irene Montero, a la que muchas
vamos a recordar siempre como el más dañino caballo de Troya contra el
feminismo, tiene sus propias obsesiones y monotemas y a veces tengo la
desagradable sensación de que ha conseguido imponérnoslos. Por supuesto que la
ley trans es un engendro jurídico que jamás tenía que haberse aprobado, por
misógina, homófoba, acientífica y carente de seguridad jurídica. Porque borra a
las mujeres y, sobre todo, es venenosa para los menores. Y, por mi parte y sé
que cada vez menos solas, seguiré protestando y haciendo lo imposible porque
esto se revierta y, sobre todo, para que la sociedad sea consciente de los
riesgos que entraña, vestidos de algo aparentemente cool e inocuo. Pero
yo no voto solo en función de una sola ley o de una sola preocupación. Voto
como feminista y como mujer preocupada por el resto de la agenda pendiente,
empezando por la lucha contra el terrorismo machista, por la abolición de la
prostitución y por la igualdad de derechos laborales efectivos. Pero también
voto como trabajadora. Como usuaria de la sanidad pública. Como hija de una pensionista.
Como hermana de un empleado público. Como ciudadana preocupada por el cambio
climático, por la exclusión social, por los desahucios o por el derecho a una
muerte digna. Como ciudadana europea que aspira a unas relaciones
internacionales que no se reduzcan a dar libertad a los capitales y levantar
muros contra los seres humanos. Quiero votar como ciudadana de izquierdas
consciente, preocupada y sí, a ratos, cabreada, pero también esperanzada en que
ni todo está perdido ni todos son iguales. No quiero que mi voto (y menos aún,
el no votar o tirarlo a la basura) lo determine una ministra y su equipo, por
muy inútiles y dañinas que hayan acreditado ser. Y, por supuesto, si los destinatarios
de mi voto me la juegan, ahí estaré por los medios a mi alcance (que los
tenemos y, sobre todo, si actuamos colectivamente) para recordarles que los
votos están para tomárselos muy en serio.