Hoy en Suiza se han celebrado tres referendos de carácter
federal y varios de ámbito cantonal y local. Esto no es una noticia llamativa
en un país donde las consultas ciudadanas se producen con relativa frecuencia.
Sin duda sí lo sería en otros países, como España, lamentablemente poco
acostumbrados a consultar la opinión de sus ciudadanos. No pensemos sin embargo
que es oro todo lo que reluce en el modelo de democracia directa de la
confederación helvética. Una participación del 53% como la de hoy se considera
extraordinariamente alta, lo que es sintomático del alto grado de desapego de
los suizos hacia las urnas. Además, la conciencia de vivir en una democracia
directa, que se presupone altamente participativa, entraña una perversidad. Los
suizos creen fehacientemente que, a diferencia de lo que ocurre en otros
sistemas democráticos, son los ciudadanos quienes deciden su futuro y el
devenir del país y me temo que eso les hace, por un lado, bajar la guardia ante
los desmanes de su propio sistema político y, por otro, mirar con soberbia
excesiva al resto de democracias. Que puedan decidir vía referéndum si se va a
construir una rotonda a la salida de su pueblo mientras el ejecutivo federal
determina en una noche (y sin consultar a nadie) inyectar una cantidad escandalosamente
multimillonaria para „salvar“ a bancos embarcados en aventuras especulativas
coloca a la ciudadanía suiza en la misma posición que la del resto de
ciudadanos de las democracias representativas: en último término, a todos nos
gobiernan los mismos. Hay otro elemento de la democracia directa que hay que
asumir: el pueblo al votar también se equivoca. A veces, estrepitosamente, como
ha ocurrido hoy. Y es que además cabría preguntarse hasta qué punto los
ciudadanos suizos (como el resto, vamos a ser sinceros) votan libremente. Cabe
dudarlo, porque la manipulación y la gestión del miedo violentan la libertad.
Hoy se decidía, entre otros temas, sobre una iniciativa
promovida por las juventudes socialistas suizas, que ha generado debate más
allá de las fronteras helvéticas. Conocida como la Inicitiva 1:12, tenía como objetivo reducir la brecha salarial que
en Suiza, como en el resto de las democracias capitalistas, se ha disparado en
los últimos veinte años: si en Suiza en 1984 el directivo mejor pagado cobraba de media seis veces el salario mínimo en su empresa (mucho menos de a lo que
aspiraba la propuesta de los jóvenes socialistas), hoy esta media se ha
disparado al 1:43. Esta horquilla salarial disparatada nada tiene que ver, al
contrario de las palabras de Grégoire Barbey de las que se hace eco acrítico El País, con una supuesta estabilidad del sistema suizo. Sistema, por cierto, que
no impide escandalosas desigualdades sociales (aquí también un 1% de la
población acumula más del 90% de la riqueza del país) y tasas de pobreza,
muchas veces oculta a los ojos de una sociedad bien pensante y pagada de sí
misma, del 20%. No se trataba tanto de limitar los salarios de los directivos, como
de redistribuir la riqueza de las empresas de una manera equitativa, reduciendo
los excesos y mejorando las condiciones laborales de los empleados peor pagados,
como muy bien ha explicado Ferrán Camas Roda en El Diario.es. Parece evidente, pues, que racionalizar las desigualdades salariales, principal objetivo de la propuesta
que se sometía hoy a referéndum, está cargado de sentido común y debería contar
con el respaldo incontestable de esa mayoría de la sociedad que no pertenece a
la élite privilegiada.
Hoy la iniciativa, sin embargo, ha sido rechazada de manera
contundente, con un 65% de votos negativos y sin que en ninguno de los 23 cantones suizos superara el 50%. Contaba únicamente con el apoyo explícito de
los socialistas, de los verdes y de algunos grupos minoritarios, además de los
sindicatos y algunas organizaciones sociales progresistas. El resto del arco
parlamentario y el propio gobierno suizo rechazaban la propuesta, que algunos minimizaban
por ingenua y otros demonizaban por totalitaria. Ambas críticas eran
exageradas. Si bien la iniciativa de los socialistas podía padecer de
inconcreciones y algunas lagunas (como no haber contemplado el establecimiento
de un salario mínimo o prever medidas contra la externalización de servicios), planteaba
una discusión muy estimulante y un nuevo marco en las relaciones laborales, más
justo y económicamente sostenible. Los miedos a una supuesta intervención
totalitarista del estado en la economía de libre mercado eran también
infundados. De haber ganado la propuesta de las juventudes socialistas, a buen
seguro el parlamento suizo, de mayoría liberal y con una fortísima presencia de
lobbies empresariales, se habría
esmerado en no molestar en exceso a los grandes grupos financieros, como parece
que va a ocurrir con la iniciativa Minder votada en primavera.
Hoy ganó, sin embargo, el miedo. El miedo cultivado con
todos los medios gracias una amplísima y agresiva campaña propagandística. Carteles con una amenazante estética que apela al miedo atávico de muchos suizos (sí,
hoy, en 2013) al fantasma soviético, artículos recurrentes en la prensa sobre
el peligro de una fuga masiva de empresas e, incluso, el posible colapso de los
clubes de fútbol que perderían todas sus estrellas. Frente a ello, la presencia
pública, fuera de Internet, de los defensores de la iniciativa se materializaba
en las modestas banderas rojas con el logo 1:12 que algunos particulares
colgaban de los balcones de sus casas y que según uno se alejaba del centro de
las ciudades iban escaseando. Con ocasión del triste cierre de Público dijo Jesús Maraña una vez que el
dinero no suele viajar en maletas rojas: pues lo que sirve para la financiación
de un periódico progresista es también aplicable a la de una campaña de
izquierdas. Y la ciudadanía suiza, que se cree tan libre en sus decisiones pero
que está atrapada en la misma telaraña pringosa de miedo y manipulación que corroe
a las sociedades europeas, votó contra sí misma. Votó por proteger a una élite
de privilegiados que hunden economías nacionales por pura avaricia. Votó en
contra de promover una equidad que favorecería a la gran mayoría de la
población. Y votó porque está presa (me temo que como lo están los españoles,
los británicos, los noruegos o los franceses) de un discurso inoculado por décadas
de consumismo que ha matado las células de la conciencia crítica y la
solidaridad en ciudadanos de sociedades cada vez más grises y menos
ilusionantes.
Por cierto, hoy, al tiempo que se ha votado en toda Suiza para
perpetuar la desigualdad salarial, y por ende social, se ha optado en el cantón
de Berna por criminalizar a los emigrantes pobres, no „dignos“ de aspirar a la
ciudadanía suiza, mezclando de una manera pornográfica las delincuencia con la necesidad de acudir a los servicios sociales (gracias, Ana, por destacármelo). Los
propios ciudadanos protegen al poderoso mientras criminalizan al débil. El
miedo, el maldito miedo. Asquea.
*La foto
que ilustra este blog está sacada de la combativa e imaginativa página de Facebookde los iniciantes de la 1:12 y que recomiendo visitar
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