miércoles, 20 de mayo de 2015

A LUCHAR CONTRA LA DESIGUALDAD CON URNAS Y DIENTES (LOS DE NUESTRAS SONRISAS)

La frase “hoy se celebra la fiesta de la democracia” en jornada electoral se ha convertido en un lugar común tan manido que puede competir en cursilería con “marco incomparable”. Sin embargo, si nos pudiésemos abstraer del tópico y nos parásemos a analizar el significado de estas palabras, tendríamos que suscribirlas. En primer lugar, por respeto. Si todavía no hemos degenerado en seres desmemoriados y desagradecidos, no podemos echar al olvido la lucha de miles de españoles y españolas por recuperar una democracia robada tras un golpe de estado (sí, ese golpe de estado que Esperanza Aguirre niega) y una sangrienta guerra civil que dio paso a 40 años de dictadura fascista, falta de libertades, represión y cercenamiento del ser cívico, con consecuencias aún hoy visibles. Nadie podía celebrar esa fiesta de la democracia que es votar en libertad, todo lo más se metía una papeleta en una urna de una pantomima de referéndum. En ese tiempo oscuro hubo además una minoría de mujeres y hombres dignos que iba más allá en su lucha por los derechos de todos y en la que se jugaron la libertad, la carrera, la tranquilidad o, directamente, la vida. Por todos aquellos luchadores, por nuestros padres, que vivieron con emoción la vuelta de la democracia, y por los que se dejaron la piel en defenderla cuando pendía de un hilo, como aquellos jóvenes abogados laboralistas, compañeros de despacho de Manuela, a los que en una tarde helada la ignominia fascista les segó la vida: por todos ellos, yo nunca he dejado de votar ni dejaré de hacerlo. Ningún cabreo, ninguna decepción, ninguna falta de expectativas me va a hacer desistir de ejercer un derecho y una obligación de ciudadana y demócrata.

 (Nota 1: al menos, intentaré ejercer ese derecho. A pesar de las trabas que se nos ponen a los ciudadanos y ciudadanas que vivimos fuera de España, a pesar de que nos hagan “rogar” el voto dentro de plazos exiguos, a pesar de que nos hayan hurtado el derecho a votar en las elecciones municipales, a pesar de que se empeñen en ignorar, a no ser que esa fuese la intención real de los legisladores, que han hecho colapsar la participación de los cientos de miles españoles emigrados hasta cifras que nos hacen irrelevantes. Nadie os informará mejor que Marea Granate de este expolio).

Pero no solo el respeto por la memoria histórica me impulsa a participar en las elecciones. Votar es comprometerse, votar es elegir, votar es acertar o equivocarse pero siendo adulto y responsable. Ni todos son iguales ni es lícito escudarse en el desinterés por la política para luego pedir cuentas. Como tampoco es suficiente votar, claro. No vale tampoco acudir dócilmente a depositar una papeleta en una urna cada cuatro años y luego confundirse discretamente en la grisura cobarde de la mayoría silenciosa a la que siempre se aferran los políticos mediocres cuando el miedo les inunda al escuchar que hay vida inteligente que les grita y les apela desde las plazas, desde los medios de comunicación independientes, desde las gargantas de los trabajadores en huelga, desde las tablas de un teatro.

Todo y todos somos política y estoy convencida de que ser conscientes de ello es de lo poco bueno que nos ha pasado en los últimos años. La crisis ha cumplido su perversa función: ha cimentado los privilegios de las élites económicas, ha incrementado las desigualdades de forma escandalosa en los países “desarrollados” mientras estrangula cualquier esperanza de progresar en derechos y dignidad en las regiones explotadas por el capitalismo salvaje y ha confirmado a los que manejan los hilos de la economía global lo que ya sabían: que las instituciones actuales (y no hablo solo de España) son meros títeres que se aplican en cumplir órdenes, prostituyendo su función de servidores públicos. Además, generar una crisis de esta magnitud debía servir para frenar las ínfulas de esa incipiente clase media, que se había creído lo del fin de las clases y de las ideologías a golpe de crédito, colegio de medio pago y desdén hacia el compromiso público, pero que al mismo tiempo empezaba a incomodar a las élites. Lo había advertido ya Rubén Bertomeu en los primeros 20 segundos de “Crematorio”, esa serie inmensa que se inspiró en la novela de Chirbes y que se nos queda sin embargo corta a cada escucha que desvelan los medios de comunicación. “Los ricos nunca pueden ser demasiados, Traian. Si muchos tienen mucho dinero, el dinero pierde valor y ya no es útil”, afirmaba Bertomeu. Le faltó ser un poco más explícito y añadir: démosles un escarmiento a esos mindundis que osan mandar a sus hijos a la universidad y salir de vacaciones como si fueran alguien y que se la peguen de bruces contra la realidad. Con lo que probablemente no contaban los Bertomeus de turno que pueblan consejos de administración, coleguean con políticos babosos y envían a sus lobistas profesionales a marcar la agenda de los parlamentos es que al tensar tanto la cuerda iban a acabar rompiéndola hasta conseguir que una parte de esa masa desideologizada a base de consumismo se haya repolitizado como fruto de la indignación. Por una vez, un “daño colateral” que aterra a los poderosos. Que esto sea flor de un día o la base de una ciudadanía más consciente y decidida a sostener con firmeza el timón de su futuro ya sólo depende de todos y cada uno de nosotros y de que no nos dejemos embaucar.

Y aquí es donde volvemos a la “fiesta de la democracia”. Construimos democracia y hacemos política a través de la movilización social, del arte comprometido, de la prensa crítica, de la educación en valores (y no en baremos de informes de la OCDE), a través de la solidaridad y del compromiso diario. Pero siempre nos encontraremos como ciudadanos y ciudadanas un techo de cristal que hará vanos nuestros esfuerzos (y de eso las mujeres sabemos mucho) si este domingo, y todos los que podamos, no llenamos las urnas de papeletas en las que depositemos nuestra confianza (y nuestra exigencia) en un proyecto político, en el proyecto que creamos que puede conducirnos a la sociedad a la que aspiramos y que a la vez sea el que más voz dé a los ciudadanos. Un proyecto al que no nos limitaremos a regalar nuestro voto para luego, una vez delegada toda responsabilidad, esperar a ver: seremos críticos, exigentes, vigilantes y nada complacientes con aquellos que tienen la responsabilidad y la obligación de representarnos a todos y a todas.

Pero nunca, nunca, nos quedemos en el sofá de casa sin votar. Eso, ahora más que nunca, sería una inmensa irresponsabilidad.

(Nota 2: Y si de verdad alguien se empeña en abstenerse, siempre le queda la opción de contactar con uno de los miles de votantes en el extranjero a los que no les han llegado sus papeletas o con todos los que hemos podido votar en las autonómicas pero no en las municipales, para votar en nuestro nombre…)

Sé que ahora lo “políticamente correcto” sería no pedir el voto para nadie y afirmar que cada uno de nosotros, bien informados y muy conscientes de lo importante que son las consecuencias del acto de votar, sabrá o creerá saber lo que es mejor. Y es así, estoy segura de que son varios los proyectos políticos dignos e inspiradores que merecen la confianza y el apoyo de los votantes. De la misma manera que también estoy convencida de que otros son objetivamente destructivos para nuestro futuro: dejando aparte los ridículos partidos de la extrema derecha xenófoba que ni me molesto en nombrar porque no se lo merecen, tenemos que impedir que el PP continúe degenerando la democracia, allanando los derechos ciudadanos y robándonos el futuro (algo, por cierto, difícil si se vota a sus aliados naturales, aunque se les haga pasar por el nuevo partido de moda): O dicho en lenguaje Netflix: Orange is the new blue.

Pero, si me lo permitís, voy a pedir el voto. No me caracterizo por no significarme públicamente en el compromiso político. Si algún día algún potencial jefe decide rastrear mis perfiles sociales y no es muy proclive a tener en plantilla a rojas impenitentes, mi CV acabará archivado en una papelera. Como eso lo tengo asumido, también me voy a permitir, en consecuencia, el lujo de hacer mi propuesta. Sueño con un cambio ilusionante en toda España, en Valencia, que lo necesita como nadie; en Barcelona; en tierras a las que por diversos motivos quiero mucho, como Galicia, Asturias, Euskadi o Extremadura. Pero el voto lo voy a pedir para mi tierra, la que me vio nacer y crecer, la que quiero y añoro. Y creo, parafraseando un magnífico post de David Martínez Pradales, que para Madrid “no es poco una mirada limpia, (…) no es poco una sonrisa franca, (…) no es poco un balbuceo de inseguridad, fruto de la reflexión, (…) no es poco una arruga en la piel, (…) no es poco no causar la misma vergüenza ajena e indignación”. David escribía esto en referencia a Manuela Carmena, Ángel Gabilondo y Luis García Montero. Y no puedo estar más de acuerdo.

Mi voto en las elecciones autonómicas ha sido para IU, para que un poeta traiga el verso de la izquierda a una tierra arrasada por la voracidad y la falta de escrúpulos de la derecha ultraliberal. Espero que muchos más votos apoyen el proyecto honesto, necesario e ilusionante de Luis García Montero. IU es ahora imprescindible como nunca, desde una izquierda consciente de que lo es y un compromiso avalado por años de lucha (no sin sombras, ya lo sé). No soy una ingenua y sé que son escasísimas las posibilidades de que Luis sea el próximo presidente de Madrid. Así que sueño con que al menos, y no es poco, tras el 24M el gobierno de mi tierra lo compartan un filósofo tranquilo, un trabajador social con la calle aún pegada a la camisa y un poeta comprometido. Y no que esté en manos (por favor, no) de una exgobernadora civil chillona y con un avalado pedigrí represor.

Mi voto en las elecciones municipales no ha podido ir, lamentablemente, para nadie, porque la reforma de la ley electoral aprobada con los votos de PSOE, PP y CiU en 2011 nos ha quitado ese derecho a los españoles residentes en el extranjero. Pero os pido que el domingo vayáis a votar masivamente para que Manuela Carmena, de Ahora Madrid, sea la próxima alcaldesa de la capital. Primero porque estamos ante una candidatura ciudadana de unidad nacida de la repolitización de nuestra sociedad. Y, sobre todo, porque tras décadas de megalomanía e ineptitud, Madrid se merece a Manuela. Para que Madrid vuelva a ser una ciudad más luminosa, más habitable, más justa, más humana. Porque quiero una alcaldesa de la que sentirme orgullosa, que destile respeto y cariño, no soberbia y resentimiento. Porque a mí a Manuela me apetecería darle un gran abrazo y sentarme con ella en un bordillo cualquiera de un parque de Madrid a charlar al calor de sus magdalenas caseras sobre los problemas de la ciudad. Por ejemplo, sobre las propuestas para una ciudad ideal que se plantearon en este diálogo sosegado y bien argumentado que nos regaló el pasado domingo A vivir que son dos días. Y en cambio, la mera posibilidad de imaginarme un Madrid en manos de una condesa faltona, elitista y ultraliberal (no, por favor, no) me genera lágrimas de asco, rabia, impotencia y vergüenza. Y yo, creo que como casi todos, prefiero abrazar y reírme a llorar.

Y ahora, a votar, todos. Masivamente, con alegría y responsabilidad. Por todos, también por los que ya no están y por los que vendrán. Porque como muy bien concluye Rosa María Artal en su imprescindible artículo Yo votaría a Atila, “hoy, aún es posible todo”. Y lo que hagamos posible este domingo, este 24 de mayo, determinará todo lo que venga después
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