martes, 23 de mayo de 2023

Sí, voy a votar. Y sí, soy feminista. Y sí, también soy contraria a la "ley trans"

Voy a votar

De hecho, ya he votado. Podría no escribir esto y me quitaría de líos.

Pero lo que no desaparecerían son la inquietud, la tristeza, la desazón que me invaden desde hace varios días. Y además se lo debo a muchas. Se lo debo a las mujeres más importantes de mi vida: a mi abuela Isolina, que se tuvo que aguantar 40 largos años sus enormes ganas de votar; a mi madre, Isabel, que es quien me enseñó desde que no levantaba tres palmos del suelo el valor de la democracia y de la responsabilidad política; y a mi hija, Sofía, que vota este domingo por primera vez, con mucha conciencia y con la seguridad de que la política está ahí para ser útil y resolver problemas. Y claro que se lo debo a la genealogía feminista que nos precede y que nos ha abierto camino a un precio altísimo: a las sufragistas que pelearon el derecho a ser ciudadanas de pleno derecho; a Clara Campoamor, que pagó con el ostracismo y el exilio su lucha por el voto femenino, por la abolición de la prostitución, por el divorcio y por los derechos de la infancia; a las miles mujeres represaliadas por la dictadura, unas ejecutadas contra tapias, otras encerradas en prisiones inhumanas, otras condenadas a la muerte civil con la prohibición de ejercer su profesión o con la anulación de matrimonios civiles y divorcios y muchas otras expulsadas al exilio; y a las mujeres que desde organizaciones feministas y vecinales se jugaron el tipo cuando yo apenas era un proyecto de persona por garantizar derechos básicos para las mujeres. Pero también se lo debo a las mujeres del presente que, por el hecho de serlo, de haber nacido mujeres, ven pisoteados sus derechos humanos: a las miles de mujeres prostituidas, violadas a diario por puteros en burdeles a la vuelta de la esquina, en su mayoría inmigrantes sin derecho a votar; a las mujeres víctimas de terrorismo machista, ese terrorismo que sí sigue presente en nuestras vidas, y que necesitan que se les garantice protección y justicia; y a los millones de mujeres que en todo el planeta son aún ciudadanas de segunda, ahogadas en un burka, escondidas bajo un hiyab, sometidas a códigos de honor o matrimonios forzosos, con el clítoris mutilado o viviendo en sistemas donde las propias fuerzas de seguridad dejan impunes, cuando no forman directamente parte de los victimarios, a los agresores sexuales. El pasado, el presente y el futuro nos pesan, determinan nuestra agenda y nuestro compromiso político y ciudadano.

¿Por qué siento la necesidad de compartir algo aparentemente tan obvio y, por otra parte, tan irrelevante para cualquiera que no sea yo misma, como explicar que voto en unas elecciones y por qué? Pues porque creo que afirmar que el feminismo no vota traidores, etiqueta que yo misma he compartido en varias ocasiones en redes sociales, no justifica la antipolítica ni la desafección con nuestro derecho (siempre me ha parecido casi obligación) a votar, a tomar partido y a asumir maduramente las consecuencias de nuestro voto. He leído estos días con frecuencia a compañeras feministas radicales que piden que se les den razones para ir a votar este domingo. Dudan. No lo ven tan claro como aquellas que deciden y manifiestan, legítimamente, aunque en absoluto lo comparta, que se van a abstener o que votarán nulo o en blanco. Si con mis palabras animo a una compañera dudosa o incluso invito a repensar su postura a alguna que, a día de hoy, cree que lo mejor es no votar, daré por bien empleado el tiempo en escribir esto y las pocas amigas y amigos (y fijo que ningún “amigue”) que me voy a granjear.

Hace poco leía un supuesto argumento para no votar que aducía que, si votar sirviera para algo, estaría prohibido. Olvidaba quien agitaba ese eslogan que, en efecto, las dictaduras y las tiranías prohíben votar, así que, sí, sí que para algo debe de servir. Para mucho, incluso. Aunque no para todo lo que querríamos y sería deseable en democracias plenas y siempre susceptibles de mejora, votar es nuestra principal herramienta como ciudadanas en democracia. No la única, pero no es incompatible depositar nuestro voto en la urna con ejercer la vigilancia crítica y el compromiso activo en todo aquello que luchamos por mejorar. Probablemente uno de los aspectos más irritantes por parte de quienes han entrado a ocupar cargos de altísima responsabilidad en los últimos años es la banalización de lo público, la reducción de la acción política al postureo en redes, a la foto, al eslogan, a la camiseta. Entonces ¿pensamos que hacer que nuestro voto sea nulo tachándolo con una frase y colgando la foto en redes para que nos aplaudan el gesto las ya convencidas va a movilizar a alguien, va a servir de algo? ¿No es más útil y maduro seguir el camino ya iniciado, el de tomar la decisión política de elegir y votar, asumiendo el riesgo que comporta, y luego ser exigentes con quienes nos representan, porque los hemos puesto nosotras ahí y les pagamos el sueldo? Sigamos protestando si alguien conculca nuestros derechos. Sigamos organizando foros serios de debate feminista, leyendo a referentes como Valcárcel, Cobo o Posada Kubissa. Sigamos haciendo pedagogía contra los estereotipos de género. Sigamos elevando iniciativas legislativas si es necesario. Sigamos escribiendo en medios de comunicación sobre los problemas que nos afectan y los retos pendientes, educando a nuestras hijas e hijos en la igualdad, manteniendo conversaciones constructivas y útiles con nuestros entornos familiares, laborales y de amistad para que no traguen ruedas de molino, aunque vengan bañadas en purpurina. Pero votemos, y no en blanco o nulo. Jugándonosla, porque de eso va la democracia y el ejercicio de los derechos.

Eso implica elegir, poner en una balanza muchos elementos y establecer prioridades. Ningún programa de ningún partido se va a ajustar nunca en su totalidad a nuestras demandas e ideales. Pensar lo contrario es iluso y conduce a la frustración y a la melancolía. Pero ser realistas y conscientes de ello no es, en absoluto, dejarse arrastrar por el mantra apolítico del “da lo mismo, porque todos son iguales”. No, no lo son, y lo sabemos, y es precisamente nuestra capacidad de analizar las diferencias y los matices lo que nos hace votantes informadas y conscientes (bueno, eso y los flagrantes tortazos que nos llevamos cuando vemos que nos equivocamos al votar). Porque no es lo mismo que Podemos, cuya solvencia en lo que atañe al feminismo ya podía hacernos sospechar desde un principio, se haya demostrado como la peor opción posible para estar al frente del ministerio de Igualdad, que el indudable error del PSOE al dejar en sus manos un campo en el que el currículum de los socialistas había sido intachable. O no es lo mismo, aunque el resultado final invite a pensarlo, legislar activamente y de manera monolítica en contra de los derechos de las mujeres, de las niñas y de los niños que, en aras de salvar la coalición de gobierno, aceptar imposiciones muy cuestionadas en las propias filas. Como tampoco es lo mismo ser tibia cuando te preguntan por la explotación sexual de las mujeres que defender abiertamente la abolición de la prostitución. Pero desde luego, no nos confundamos, lo que nunca va a beneficiar a las mujeres y a sus derechos es tener al frente de las instituciones una derecha que va de la mano de una ultraderecha anacrónica, nacionalcatólica y pseudofascista. Una ultraderecha que es negacionista del terrorismo machista; que viene a evitar que ejerzamos derechos básicos como el aborto; que defiende un ideal de mujer más cercano a los postulados de la Sección Femenina que al S. XXI; que se ensañará contra los y las inmigrantes; que nos quiere llevar a un lugar al que no queremos volver. Cuando nos arrepintamos de haberle dejado la puerta entreabierta a esa ultraderecha, aunque sea por omisión de nuestro deber ciudadano, será demasiado tarde.

Y, por último, para votar, para asumir ese riesgo de equivocarme, quiero poder hacerlo sin que me impongan el marco mental. Irene Montero, a la que muchas vamos a recordar siempre como el más dañino caballo de Troya contra el feminismo, tiene sus propias obsesiones y monotemas y a veces tengo la desagradable sensación de que ha conseguido imponérnoslos. Por supuesto que la ley trans es un engendro jurídico que jamás tenía que haberse aprobado, por misógina, homófoba, acientífica y carente de seguridad jurídica. Porque borra a las mujeres y, sobre todo, es venenosa para los menores. Y, por mi parte y sé que cada vez menos solas, seguiré protestando y haciendo lo imposible porque esto se revierta y, sobre todo, para que la sociedad sea consciente de los riesgos que entraña, vestidos de algo aparentemente cool e inocuo. Pero yo no voto solo en función de una sola ley o de una sola preocupación. Voto como feminista y como mujer preocupada por el resto de la agenda pendiente, empezando por la lucha contra el terrorismo machista, por la abolición de la prostitución y por la igualdad de derechos laborales efectivos. Pero también voto como trabajadora. Como usuaria de la sanidad pública. Como hija de una pensionista. Como hermana de un empleado público. Como ciudadana preocupada por el cambio climático, por la exclusión social, por los desahucios o por el derecho a una muerte digna. Como ciudadana europea que aspira a unas relaciones internacionales que no se reduzcan a dar libertad a los capitales y levantar muros contra los seres humanos. Quiero votar como ciudadana de izquierdas consciente, preocupada y sí, a ratos, cabreada, pero también esperanzada en que ni todo está perdido ni todos son iguales. No quiero que mi voto (y menos aún, el no votar o tirarlo a la basura) lo determine una ministra y su equipo, por muy inútiles y dañinas que hayan acreditado ser. Y, por supuesto, si los destinatarios de mi voto me la juegan, ahí estaré por los medios a mi alcance (que los tenemos y, sobre todo, si actuamos colectivamente) para recordarles que los votos están para tomárselos muy en serio.