lunes, 4 de febrero de 2013

Quo vadis sanidad


Quo vadis sanidad

Hace tiempo que venía dándole vueltas a la idea de escribir sobre sanidad, sobre la importancia de la sanidad pública. Mientras, a una mala noticia se le sucedía siempre otra peor: privatización de gran parte de la sanidad madrileña, euro por receta, despojo a las áreas rurales de los servicios sanitarios y así en un perverso suma y sigue. Sin embargo,ha sido el artículo de Público acerca de la alerta lanzada por la AECC sobre cómo el copago afecta de manera especialmente preocupante y cruel a los pacientes oncológicos lo que ha colmado el vaso de mi muy mermada paciencia hacia la ineptitud y la falta de humanidad de nuestros gobernantes.

La ministra de Sanidad de España, por increible que pueda parecer, es Ana Mato. Y es increible no porque el hecho de ser una pija recalcitrante sea incompatible con un cargo ministerial. Consultados el BOE, la Carta Magna y los Códigos Civil y Penal nada justificaría tamaña discriminación. No. Pero se me ocurre, solo se me ocurre, que su condición de pija la inhabilita moralmente para tomar decisiones sobre algo tan trascendental como la sanidad pública. Más que nada por una evidente falta de empatía, que la puede llevar a tomar decisiones que a los ojos de ciudadanos normales (que somos la mayoría) sean injustas, crueles e inhumanas. Porque se me ocurre, solo se me ocurre, que alguien que no se percata de la presencia de un Jaguar en el garaje de su casa es más que probable que no sea capaz de comprender el esfuerzo que les supone a muchos el coste transporte a la sesión de quimioterapia. Se me ocurre también, solo se me ocurre, que alguien que lleva un bolso de Louis Vuitton con total naturalidad no alcance a comprender que el precio de ese exclusivo complemento equivale al de muchos sujetadores especiales de los que se ven ahora obligadas a comprar mujeres que han luchado con coraje y dolor contra un cáncer de mama. Igual me acerco a la demagogia, pensará alguien, pero también se me ocurre que con los kilos de confeti que cayeron sobre las cabecitas de los hijos de Ana Mato y sus  amiguitos daba para pagar a los payasos que, por falta de presupuesto, han dejado de contratar algunas áreas de oncología infantil.  Y es que una persona que disfruta del mejor momento del día viendo cómo visten a sus hijos es muy probable que tenga serias dificultades para ponerse en la piel de quien hace malabares con el presupuesto mensual y se aguanta el dolor de cabeza por no gastar en aspirinas.

Pero mientras esperamos, sin muchas posibilidades de éxito, a que la ministra que es la máxima responsable de la Sanidad Pública dimita o sea cesada, la ideología de la clase social a la que pertenece  se está materializando ya en las políticas sanitarias de las comunidades autónomas gobernadas por la derecha (iba a escribir PP, pero sería de todo punto injusto olvidar la contribución de CiU al desmantelamiento de la sanidad pública). El avance es imparable y la crisis es la coartada perfecta para implementar una forma de entender la sanidad como negocio. Salvo que pongamos todo nuestro empeño y nuestra capacidad de movilización en pararlo, claro está.  Y ahí el personal sanitario de la Comunidad Autónoma de Madrid nos ha dado un ejemplo del que me siento especialmente orgullosa. Por el momento, no han logrado parar el rodillo privatizador de Ignacio González (herencia recibida de Esperanza Aguirre y Gil de Biedma), pero están realizando una impagable labor de concienciación social. Tampoco es definitiva la paralización por orden judicial de los cierres de las urgencias nocturnas en varios pueblos de Castilla-La Mancha, pero sin la movilización popular probablemente ni siquiera existiría el alivio de esa decisión provisional. Por cierto, para tener una visión de cómo la crisis se está ensañando en las zonas rurales, es imprescindible escuchar el especialque Hora 25 (Cadena Ser) realizó desde Hiendelaencina. Además al escuchar, tras un cuarto de hora de programa,  a FranciscoParra, presidente del Colegio de Médicos de Castilla-La Mancha, y pensar de nuevo en la actual ministra de Sanidad, entran muchas ganas de llorar (o de romper cristales) por lo mal repartidos que están los cargos públicos

¿Y hacia dónde va la sanidad en España, si no frenamos su mercantilización? Se dirige hacia un destino nada incierto, no, se dirige hacia un sistema que conozco muy bien, porque lo observo desde hace casi veinte años y los sufro desde hace diez. Unas pinceladas acerca del sistema sanitario suizo pueden ayudar a comprender lo que nos espera en España de seguir por este camino. En Suiza, ese país al que tan a menudo viajan algunos miembros del partido del gobierno,  es obligatorio que todo el mundo disponga de una póliza de salud con una carta de coberturas mínimas, contratada a través de una aseguradora privada. Sólo en casos de extrema pobreza, los servicios municipales se harían cargo temporalmente del pago de las primas de ese seguro básico obligatorio. Se pueden contratar coberturas complementarias (algunas de ellas muy necesarias) y para abaratar las exorbitantes primas los adultos solemos aceptar una franquicia de entre 300 y 1000 euros. Con todo y con ello una familia de tres miembros pagará unos 600 euros al mes, a los que hay que sumar el copago (el paciente paga el 10%, previsiblemente en breve el 25%, de cualquier consulta y tratamiento, salvo para el embarazo y parto) , los medicamentos (excluidos en su totalidad de las coberturas de los seguros) y el transporte en ambulancia (una compañera de mi hija tuvo un accidente en el colegio y llegó a su casa una factura de 360 euros por su traslado en ambulancia...a la clínica que se ve desde las ventanas del colegio, apenas 600 metros), además de otros muchos gastos. Cabría esperar al menos una sanidad de calidad excelente y, como postulan los defensores del modelo neoliberal, con muchísimos menos costes para el estado. Pues no: ni una cosa ni la otra. Dejando aparte que en Suiza, como en España, he tenido la suerte de toparme con excelentes médicos en lo profesional y en el trato humano, el sistema es un desastre. La atención primaria no existe (cada paciente es responsable de buscar un médico de cabecera y se arriesga a quedarse desatendido si su médico de familia se va de vacaciones, se pone enfermo o se jubila) y las urgencias son telefónicas (a una paciente con antecedentes de trombosis y que sufría síntomas preocupantes se le recomendó dormir con los pies en alto, tomarse una aspirina y acudir al día siguiente a su médico habitual) u hospitalarias (normalmente a cargo de un MIR que consulta telefónicamente los casos más complicados  con su médico de guardia, así se trate de un politraumatismo y el médico en cuestión sea neurólogo).  La atención hospitalaria o las consultas de especialistas funcionan algo mejor, pero corremos el riesgo de dejarnos engañar por las apariencias. Maternidades preciosas, luminosas y con tres menús a elegir, carecen de UVI neonatal o no tienen suficientes matronas y dejan así a un bebé, cuya madre está inmovilizada, sin cambiar los pañales en 12 horas. A un paciente de 80 años, que además ha ingresado como “Allgemein” (seguro básico obligatorio) le realizan una desobstrucción arterial y lo dejan horas sin observación, mientras sufre un derrame interno, a punto de ser mortal. Sabemos que a los pacientes de la siguiente categoría del seguro se les garantiza un control casi permanente por parte del jefe médico. A una paciente con antecedentes familiares por partida doble de cáncer de mama no se le realizan mamografías periódicas: los controles ginecológicos incluyen solo la exploración manual. Las visitas pediátricas de los bebés están sorprendentemente espaciadas. Y se “ahorra” en prevención. Mi cuñado, jefe médico de traumatología, tuvo que luchar con denuedo para evitar que se suprimiera la obligatoriedad de la prueba de las caderas a los bebés. Como fue imposible convencer a las autoridades con argumentos médicos y humanos, tuvo que recurrir a un estudio de los costes que supondría el tratamiento de las lesiones derivadas en adultos.

El panorama no es más halagüeño si nos ocupamos de los costes. En España el “modelo Alzira” ya ha demostrado que el argumento de la eficiencia del modelo privado concertado hace aguas por los cuatro costados. También se ha comprobado en el casoalemán. Suiza no es una excepción. Los costes sanitarios para el Estado no han hecho sino dispararse desde que hace casi tres décadas se implantó el sistema vigente. El modelo de negocio está claro. Mientras que los hospitales privados compiten por hacerse con las intervenciones quirúrgicas más “lucrativas”, a los pacientes crónicos o de más edad se les deriva a hospitales cantonales. La arbitrariedad a la hora de fijar tarifas médicas ha disparado las primas. Una parte de esas primas repercute directamente en los cantones (dinero público) y el resto en los clientes-pacientes-usuarios,  abocados a destinar cada mes entre un 10 y un 25% de su salario a pagar el seguro médico. La competencia  por hacerse con una porción del pastel es tal que los gastos en publicidad y marketing generan sobrecostes brutales: entre agosto y noviembre uno puede recibir entre cinco y doce llamadas a la semana de call centers de aseguradoras para captar clientes. El modelo es ya tan insostenible, social y económicamente, que cada día son más las voces que desde la política y desde la sanidad, reclaman su revisión a fondo. La presencia de poderosos lobbies vinculados a las finanzas, los seguros y la industria farmaceútica en el parlamento  invita, sin embargo, al escepticismo. Al fin y al cabo, ya lo proclamaba sin rubor Juan José Güemes, la sanidad pública ofrece grandes   “oportunidades de negocio”. Por supuesto, no para el Estado y el ciudadano,  pero eso a Güemes, que se mueve en la misma estratosfera que Ana Mato, poco le puede importar. 

¿De verdad queremos que ese sea el camino de la Sanidad Pública en España? Cuando se trata de (sobre)vivir o morir con dignidad, todos (también los pijos), temblamos inevitablemente como insectos, expresión que tomo del escalofriante artículo de Cristina Fallarás. Lo que no es inevitable, sino radicalmente inhumano, es que además tengamos que temblar ante lo que nos va a costar sanar o morir con dignidad. O incluso que al final nos veamos obligados a renunciar a ello. Todos. Bueno, casi todos. Los pijos, seguro que no